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http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com Cali, Colombia.
Y a los relacionados en: http://ntcblog.blogspot.com/2009_10_11_archive.html
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NTC … agradece al autor la autorización para publicar el cuento completo.
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Como estamos en vísperas de Navidad, y es domingo, y mi familia se fue a visitar a la suegra, saqué con dificultad, porque casi no atino con la clave de mis tarjetas, todo el efectivo de que dispongo en los bancos y me fui a buscar los regalos para mi mujer y los dos jovenzuelos. Elegí un centro comercial encumbrado, de cuyo nombre no puedo acordarme, donde pudiera darme primero el placer de almorzar violando la dieta y luego, con un par de gintonics, terminar de leer El origen de la tragedia, de Nietzsche, que me acaba de regalar no recuerdo quién.
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Como estamos en vísperas de Navidad, y es domingo, y mi familia se fue a visitar a la suegra, saqué con dificultad, porque casi no atino con la clave de mis tarjetas, todo el efectivo de que dispongo en los bancos y me fui a buscar los regalos para mi mujer y los dos jovenzuelos. Elegí un centro comercial encumbrado, de cuyo nombre no puedo acordarme, donde pudiera darme primero el placer de almorzar violando la dieta y luego, con un par de gintonics, terminar de leer El origen de la tragedia, de Nietzsche, que me acaba de regalar no recuerdo quién.
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Buscaba inspiración para el arranque de mi novela, contratada por una editorial española, ya les diré el nombre, y centrada en la memoria de mi familia. Tal vez Planeta. Mientras examinaba la carta vi que ingresaba a Balzac, como maquillada por el Tiziano, una señora de esas que a mí tanto me gusta reparar en su atuendo, de algo así como cincuenta años, en todo caso no más de cincuenta y cinco, muy bien llevados. Creo haber visto su traje en una revista de modas de la Quinta Avenida, ¿o tal vez del Soho?, con unas medias veladas de rombos translúcidos, que daban paso a unas piernas de perfil griego y a la vislumbre de una cadenilla de oro a la altura del tobillo derecho. Parecía una vicepresidenta de banco.
Buscaba inspiración para el arranque de mi novela, contratada por una editorial española, ya les diré el nombre, y centrada en la memoria de mi familia. Tal vez Planeta. Mientras examinaba la carta vi que ingresaba a Balzac, como maquillada por el Tiziano, una señora de esas que a mí tanto me gusta reparar en su atuendo, de algo así como cincuenta años, en todo caso no más de cincuenta y cinco, muy bien llevados. Creo haber visto su traje en una revista de modas de la Quinta Avenida, ¿o tal vez del Soho?, con unas medias veladas de rombos translúcidos, que daban paso a unas piernas de perfil griego y a la vislumbre de una cadenilla de oro a la altura del tobillo derecho. Parecía una vicepresidenta de banco.
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Sus ojos desorbitaron de la sorpresa. Luego de titubear un instante se dirigió derecho a mí y, con una sonrisa en la mirada que no compaginaba con el resto del rostro neutro y la severidad de su tono, me dijo, –hola Jotamario, puedo sentarme?–. Lo dudé un momento. Por este sitio navegan tantas amigas de mi mujer, tantos compañeros de colegio y universidad de mis hijos y tantos amigos impertinentes. Debe ser una periodista, supuse, –claro, bien pueda–. Algo que me paralizaba me impidió el arco reflejo de levantarme para acercarle el asiento. Me clavó los ojos con tanta fuerza que me sentí impregnado de pestañita. Llegó el mesero. Desistí del plan de almorzar para ofrecerle algo de paso, tal vez un drink, en la convicción de que si bien la mujer mantenía sus encantos, no me motivaba el mínimo interés en probar una seducción, cosa rara, lo admito; algo me trabajaba en el inconsciente. –Iré al grano, poeta, ¿a ti que te pasa?–. Para nada era un lenguaje de reportera. Traté de ser cortés, pero claro. –Me pasa lo que me como, cuando puedo comer. Y veo que no es éste el momento–. Sentí que su estupor acrecía. El rictus de extrañeza le produjo en la frente tres arrugas horizontales y dos pequeñas verticales en el entrecejo, arruinando el efecto del maquillaje. –Veo que no me recuerdas–. –¿Habría algún motivo especial para recordarla?–. Movió lentamente la cabeza al oriente y al occidente, como diciendo no, con abatimiento. –Increíble, ¿te sigue la amnesia? Creí que te habías curado. El médico había dicho que era una astereognosis de tipo temporal, producto de la muerte de nuestra hija, pero que recuperarías la memoria–.
Sus ojos desorbitaron de la sorpresa. Luego de titubear un instante se dirigió derecho a mí y, con una sonrisa en la mirada que no compaginaba con el resto del rostro neutro y la severidad de su tono, me dijo, –hola Jotamario, puedo sentarme?–. Lo dudé un momento. Por este sitio navegan tantas amigas de mi mujer, tantos compañeros de colegio y universidad de mis hijos y tantos amigos impertinentes. Debe ser una periodista, supuse, –claro, bien pueda–. Algo que me paralizaba me impidió el arco reflejo de levantarme para acercarle el asiento. Me clavó los ojos con tanta fuerza que me sentí impregnado de pestañita. Llegó el mesero. Desistí del plan de almorzar para ofrecerle algo de paso, tal vez un drink, en la convicción de que si bien la mujer mantenía sus encantos, no me motivaba el mínimo interés en probar una seducción, cosa rara, lo admito; algo me trabajaba en el inconsciente. –Iré al grano, poeta, ¿a ti que te pasa?–. Para nada era un lenguaje de reportera. Traté de ser cortés, pero claro. –Me pasa lo que me como, cuando puedo comer. Y veo que no es éste el momento–. Sentí que su estupor acrecía. El rictus de extrañeza le produjo en la frente tres arrugas horizontales y dos pequeñas verticales en el entrecejo, arruinando el efecto del maquillaje. –Veo que no me recuerdas–. –¿Habría algún motivo especial para recordarla?–. Movió lentamente la cabeza al oriente y al occidente, como diciendo no, con abatimiento. –Increíble, ¿te sigue la amnesia? Creí que te habías curado. El médico había dicho que era una astereognosis de tipo temporal, producto de la muerte de nuestra hija, pero que recuperarías la memoria–.
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Aunque me había llamado por mi seudónimo, percibí que la vieja estaba más loca que una cabra, por lo que decidí cortarla de tajo. –La señora me confunde, nunca he sufrido de amnesia, nunca he tenido ninguna hija que hubiera muerto. Y es la primera vez que tengo el placer de saludarla, placer que doy por terminado porque espero a otra persona–. –¿A tu nueva esposa?–. –¿Nueva? Llevo 20 años de convivencia con una chica de quien me distancia tanto la edad que cada año la siento más joven. Y en todo ese tiempo he sido parco en levantes–. Iba a pedir la cuenta pero reparé en que no había pedido nada. El mesero esperaba libreta en mano. –¿Le provoca tomar algo? No quiero parecer descortés y todavía dispongo de unos minutos–. En realidad estaba que me zampaba un trago. Tal vez la tensión me estaba subiendo. –Tomaré lo que tomábamos siempre, para empezar. Un coctel margarita–. Odio el coctel margarita, me sala la lengua. Ordené uno para ella y para mí Tankeray con tónica.
Aunque me había llamado por mi seudónimo, percibí que la vieja estaba más loca que una cabra, por lo que decidí cortarla de tajo. –La señora me confunde, nunca he sufrido de amnesia, nunca he tenido ninguna hija que hubiera muerto. Y es la primera vez que tengo el placer de saludarla, placer que doy por terminado porque espero a otra persona–. –¿A tu nueva esposa?–. –¿Nueva? Llevo 20 años de convivencia con una chica de quien me distancia tanto la edad que cada año la siento más joven. Y en todo ese tiempo he sido parco en levantes–. Iba a pedir la cuenta pero reparé en que no había pedido nada. El mesero esperaba libreta en mano. –¿Le provoca tomar algo? No quiero parecer descortés y todavía dispongo de unos minutos–. En realidad estaba que me zampaba un trago. Tal vez la tensión me estaba subiendo. –Tomaré lo que tomábamos siempre, para empezar. Un coctel margarita–. Odio el coctel margarita, me sala la lengua. Ordené uno para ella y para mí Tankeray con tónica.
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–No sabes lo que sufrí desde cuando decidiste dejarme porque alegabas que ni siquiera sabías quién era después de convivir diez años. La verdad que no te creí, porque siempre fuiste un simulador, por no decir que un farsante. La muerte de Iris te dio en la cabeza, dijo el médico. A lo mejor compraste el dictamen. No te quise seguir, ni insistir, porque estabas convertido en un ente. Supe que te enrolaste con una jovencita y allí comenzó tu vida, de la cual me aparté corriendo. Vivo en New York. Tengo una hija de 20 años, Samsara. Tu vivo retrato. Vino conmigo. Quedamos en reunirnos en este sitio. Y mira la gracia o la desgracia, que entro y te encuentro.
–No sabes lo que sufrí desde cuando decidiste dejarme porque alegabas que ni siquiera sabías quién era después de convivir diez años. La verdad que no te creí, porque siempre fuiste un simulador, por no decir que un farsante. La muerte de Iris te dio en la cabeza, dijo el médico. A lo mejor compraste el dictamen. No te quise seguir, ni insistir, porque estabas convertido en un ente. Supe que te enrolaste con una jovencita y allí comenzó tu vida, de la cual me aparté corriendo. Vivo en New York. Tengo una hija de 20 años, Samsara. Tu vivo retrato. Vino conmigo. Quedamos en reunirnos en este sitio. Y mira la gracia o la desgracia, que entro y te encuentro.
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El cuento estaba bueno, para qué, así la dama se hubiera equivocado de ganso. Decidí seguirle la cuerda. Al fin y al cabo disponía de toda la tarde, no tenía ninguna limitación económica y el librito de Nietzsche podía esperar. –Supe que publicaste un tomo con tus antimemorias, donde desde luego no me mencionas. Deberías odiarme, si te acordaras. Me echaste la culpa de la muerte de la niña ahogada en la piscina del hotel mientras yo fornicaba en la habitación con tu peor enemigo. No pude defenderme, te la di por ganada, de no habérsete corrido la teja me habrías matado. Aun así, logré que me hicieras un último amor, ya atembado. Volé a los steits. Es la primera vez que regreso–. –Y ¿se puede saber a qué viniste? –. –A un tratamiento en la Clínica Barraquer. Iris es ciega.
El cuento estaba bueno, para qué, así la dama se hubiera equivocado de ganso. Decidí seguirle la cuerda. Al fin y al cabo disponía de toda la tarde, no tenía ninguna limitación económica y el librito de Nietzsche podía esperar. –Supe que publicaste un tomo con tus antimemorias, donde desde luego no me mencionas. Deberías odiarme, si te acordaras. Me echaste la culpa de la muerte de la niña ahogada en la piscina del hotel mientras yo fornicaba en la habitación con tu peor enemigo. No pude defenderme, te la di por ganada, de no habérsete corrido la teja me habrías matado. Aun así, logré que me hicieras un último amor, ya atembado. Volé a los steits. Es la primera vez que regreso–. –Y ¿se puede saber a qué viniste? –. –A un tratamiento en la Clínica Barraquer. Iris es ciega.
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¡Gulp! Apuré el trago de un golpe. –¿Ciega de nacimiento, y se llama Iris? –. –Por mi grandísima culpa perdí a la primera Iris, te perdí a ti, y al recuperar a Iris Samsara de tu sangre los recuperé a los dos. Me juré que nunca volvería a verte. Es más, como veo que no te acuerdas de mí, es como si no te estuviera viendo–. –¿Pero es ciega de nacimiento?–, insistí. –Su invidencia no es genética, sino más bien sicológica. Se le presentó hace cinco años, cuando vio tu foto en mi álbum y me preguntó quién eras y le dije que eras su padre.
¡Gulp! Apuré el trago de un golpe. –¿Ciega de nacimiento, y se llama Iris? –. –Por mi grandísima culpa perdí a la primera Iris, te perdí a ti, y al recuperar a Iris Samsara de tu sangre los recuperé a los dos. Me juré que nunca volvería a verte. Es más, como veo que no te acuerdas de mí, es como si no te estuviera viendo–. –¿Pero es ciega de nacimiento?–, insistí. –Su invidencia no es genética, sino más bien sicológica. Se le presentó hace cinco años, cuando vio tu foto en mi álbum y me preguntó quién eras y le dije que eras su padre.
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Bebí hasta el fondo del vaso. En realidad, ¿qué me había pasado a mí antes de vivir con mi actual esposa? Nunca me pregunté por mi inmediato pasado galante, que me temo fue borrascoso. Me informan los amigos que pertenecí al movimiento nadaísta –del que sigo haciendo parte a pesar de haber estrechado a Cristo–, y he leído en sus antologías todo lo que escribí en mi juventud. Al momento, en mis plenos 69, sin mayor deterioro a la vista, cada vez que me siento a escribir poemas me salen los mismos, que son los que antes rechazaban los críticos y ahora me premian en los concursos. Se me olvidan algunas cosas triviales, dónde dejé la plata, dónde escondí la perica, quién me debe, con quién tengo cita mañana, cómo se llama mi odontólogo. De los cocteles artísticos salgo siempre con una cantidad de nuevos y divertidos amigos. Eso si, sé en qué sitio están, y qué dicen los subrayados de los siete mil setecientos libros de mi biblioteca. –Si no lo tomas a mal, ¿puedes recordarme tu nombre?–. –Baste con decirte que me llamabas Diany, y como tal figuro en tu primer intento de novela, ni para qué te lo recuerdo, titulada La frente cubierta por el cabello–. La frente cubierta por el cabello, cómo no, por allí la he visto en las cajas de los archivos. Y allí figura esa tal Diany, un personaje de ficción, si mal no recuerdo. El mesero, en vista de que no existía para el mundo, seguía trayendo tanda tras tanda.
Bebí hasta el fondo del vaso. En realidad, ¿qué me había pasado a mí antes de vivir con mi actual esposa? Nunca me pregunté por mi inmediato pasado galante, que me temo fue borrascoso. Me informan los amigos que pertenecí al movimiento nadaísta –del que sigo haciendo parte a pesar de haber estrechado a Cristo–, y he leído en sus antologías todo lo que escribí en mi juventud. Al momento, en mis plenos 69, sin mayor deterioro a la vista, cada vez que me siento a escribir poemas me salen los mismos, que son los que antes rechazaban los críticos y ahora me premian en los concursos. Se me olvidan algunas cosas triviales, dónde dejé la plata, dónde escondí la perica, quién me debe, con quién tengo cita mañana, cómo se llama mi odontólogo. De los cocteles artísticos salgo siempre con una cantidad de nuevos y divertidos amigos. Eso si, sé en qué sitio están, y qué dicen los subrayados de los siete mil setecientos libros de mi biblioteca. –Si no lo tomas a mal, ¿puedes recordarme tu nombre?–. –Baste con decirte que me llamabas Diany, y como tal figuro en tu primer intento de novela, ni para qué te lo recuerdo, titulada La frente cubierta por el cabello–. La frente cubierta por el cabello, cómo no, por allí la he visto en las cajas de los archivos. Y allí figura esa tal Diany, un personaje de ficción, si mal no recuerdo. El mesero, en vista de que no existía para el mundo, seguía trayendo tanda tras tanda.
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No sé qué me pasó, pero puse mi mano sobre su mano. Ella no opuso más resistencia que su anillo de brillantes. –Como el amor entra por los ojos, según repite Samsarita, se niega a tener novio, y eso a mí me derrumba. Tiene casi la misma edad que yo tenía cuando empezamos–. Tumbé un salero. –Buena suerte–, musitó ella, echando un pellizco por encima de su hombro izquierdo. –Haz lo mismo–, me dijo, e hice lo mismo, reímos.
No sé qué me pasó, pero puse mi mano sobre su mano. Ella no opuso más resistencia que su anillo de brillantes. –Como el amor entra por los ojos, según repite Samsarita, se niega a tener novio, y eso a mí me derrumba. Tiene casi la misma edad que yo tenía cuando empezamos–. Tumbé un salero. –Buena suerte–, musitó ella, echando un pellizco por encima de su hombro izquierdo. –Haz lo mismo–, me dijo, e hice lo mismo, reímos.
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En ese momento vi que entraba por la puerta del Honorato, puerta de salida del cielo, una niña que no podía ser más bella que sí misma con un traje informal de camisa de tules y falda de cuadros escoceses naranja y zapote y medias tobilleras y tenis de lona azul y unas gafas negras que le cubrían casi la mitad de la cara, como a la Lolita de Stanley Kubrich. También se me antojaba una modelito de Balthus. La conducía del brazo una firme enfermera de almidón dándole seguridad para que no tropezara y llegaron hasta nosotros.
En ese momento vi que entraba por la puerta del Honorato, puerta de salida del cielo, una niña que no podía ser más bella que sí misma con un traje informal de camisa de tules y falda de cuadros escoceses naranja y zapote y medias tobilleras y tenis de lona azul y unas gafas negras que le cubrían casi la mitad de la cara, como a la Lolita de Stanley Kubrich. También se me antojaba una modelito de Balthus. La conducía del brazo una firme enfermera de almidón dándole seguridad para que no tropezara y llegaron hasta nosotros.
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Sin siquiera saludarme la enfermera se dirigió a Diany y le dijo que los exámenes habían dado resultados muy prometedores, que la operación estaba programada para mañana muy de mañana, que el cirujano estaría soportado por un psicólogo, que debía llevar un adelanto de veinte millones. Diany le dijo que correcto, que no se preocupara por llevar al hotel a Iris, que ella tenía un taxi contratado por horas, que estarían en la clínica a las 5 de la mañana y que saludos al doctor Barraquer. Me presentó a Iris Samsara, y sentí que recibía en mi mano mi misma mano y que me sonreía con mis mismos dientes y con mi mismo tono de voz me decía –mucho gusto–. Alta, espigada, de cabello tirando a azul, labios humedecidos con brillo, huequecillos en las mejillas. –Es un amigo de hace muchos años, que tuvo la desgracia de perder una hija, como yo, pero parece que ya también la recuperó. ¿Quieres agua?–. –Si, mamá, quiero agua, pero también quiero ver, quiero ver el mundo, quiero verme, quiero ver cómo me visto, quiero verte, quiero ver a tu amigo de quien todavía no sé el nombre–. –Me llamo Jota -le contesté tímidamente-, Jotamario–. –¿Jotamario Arbeláez? No sé por qué me resulta tan familiar ese nombre. ¿Es el mismo que fundó el nadaísmo? Es el ídolo de mi profesora de literatura en Dalton School–. Su voz me parecía sacada para una audición individual de un coro de arcángeles. Me puse más nervioso que una hoja de rosa. Bebió con propiedad su vaso de agua mientras yo sentía que se estaba bebiendo mi vida. –Nosotras nos debemos retirar, amigo poeta, como comprenderá por la emergencia en que estamos. Debo ir a conseguir el dinero del adelanto. No es mucho, pero me falta la mitad. Tengo un par de amables amigos que estarán encantados en ayudarme. De todas maneras estamos en el Hotel Dann Carlton. Y apunta nuestro teléfono de New York, por si algún día vas por allá–. Lo anoté en el libro. –Espera, de ninguna manera permitiré que consigas el dinero en la forma que me imagino. Porque a lo mejor así fuiste siempre. Y hasta serías capaz de comprometer a la niña. Aquí tienes cinco millones. Los otros cinco los conseguiré mañana en la mañana y te los llevo a la clínica–. Haría un préstamo a algún amigo, por ahí veía a Vitatutas. –Gracias–, me dijo recibiendo el fajo de billetes, que guardó prestamente en la honda cartera marca Cartier. –Tan generoso como siempre. Sólo por la niña te los recibo. Te esperamos mañana–. Y se acercó para darme un tímido beso, pero entendió que yo quería que me lo diera Iris. –Iris, dale un beso al poeta–. Y lo que había de ser un beso filial se convirtió en pasional sin yo proponérmelo. Al rozarse las comisuras y entrechocarse los pechos y los ombligos, ocurrió el contacto más estremecedor que he sentido en mi vida, casi un colapso. La tensión debió subirme al punto supremo. –¿Quieres que te dejemos en tu casa?–. –Es temprano para regresar a casa. Voy a leer un rato El origen de la tragedia–. Y se fueron. La niña buscando seguridad en el brazo y en el paso tambaleante de su mamá.
Sin siquiera saludarme la enfermera se dirigió a Diany y le dijo que los exámenes habían dado resultados muy prometedores, que la operación estaba programada para mañana muy de mañana, que el cirujano estaría soportado por un psicólogo, que debía llevar un adelanto de veinte millones. Diany le dijo que correcto, que no se preocupara por llevar al hotel a Iris, que ella tenía un taxi contratado por horas, que estarían en la clínica a las 5 de la mañana y que saludos al doctor Barraquer. Me presentó a Iris Samsara, y sentí que recibía en mi mano mi misma mano y que me sonreía con mis mismos dientes y con mi mismo tono de voz me decía –mucho gusto–. Alta, espigada, de cabello tirando a azul, labios humedecidos con brillo, huequecillos en las mejillas. –Es un amigo de hace muchos años, que tuvo la desgracia de perder una hija, como yo, pero parece que ya también la recuperó. ¿Quieres agua?–. –Si, mamá, quiero agua, pero también quiero ver, quiero ver el mundo, quiero verme, quiero ver cómo me visto, quiero verte, quiero ver a tu amigo de quien todavía no sé el nombre–. –Me llamo Jota -le contesté tímidamente-, Jotamario–. –¿Jotamario Arbeláez? No sé por qué me resulta tan familiar ese nombre. ¿Es el mismo que fundó el nadaísmo? Es el ídolo de mi profesora de literatura en Dalton School–. Su voz me parecía sacada para una audición individual de un coro de arcángeles. Me puse más nervioso que una hoja de rosa. Bebió con propiedad su vaso de agua mientras yo sentía que se estaba bebiendo mi vida. –Nosotras nos debemos retirar, amigo poeta, como comprenderá por la emergencia en que estamos. Debo ir a conseguir el dinero del adelanto. No es mucho, pero me falta la mitad. Tengo un par de amables amigos que estarán encantados en ayudarme. De todas maneras estamos en el Hotel Dann Carlton. Y apunta nuestro teléfono de New York, por si algún día vas por allá–. Lo anoté en el libro. –Espera, de ninguna manera permitiré que consigas el dinero en la forma que me imagino. Porque a lo mejor así fuiste siempre. Y hasta serías capaz de comprometer a la niña. Aquí tienes cinco millones. Los otros cinco los conseguiré mañana en la mañana y te los llevo a la clínica–. Haría un préstamo a algún amigo, por ahí veía a Vitatutas. –Gracias–, me dijo recibiendo el fajo de billetes, que guardó prestamente en la honda cartera marca Cartier. –Tan generoso como siempre. Sólo por la niña te los recibo. Te esperamos mañana–. Y se acercó para darme un tímido beso, pero entendió que yo quería que me lo diera Iris. –Iris, dale un beso al poeta–. Y lo que había de ser un beso filial se convirtió en pasional sin yo proponérmelo. Al rozarse las comisuras y entrechocarse los pechos y los ombligos, ocurrió el contacto más estremecedor que he sentido en mi vida, casi un colapso. La tensión debió subirme al punto supremo. –¿Quieres que te dejemos en tu casa?–. –Es temprano para regresar a casa. Voy a leer un rato El origen de la tragedia–. Y se fueron. La niña buscando seguridad en el brazo y en el paso tambaleante de su mamá.
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Al llegar a casa, en la noche, llamé a mi amigo Ignacio Barraquer para encomendarle a la joven paciente de mañana, y decirle que pasaría a darle un saludo. Me pidió el nombre para agendarlo y buscar en el turno de compromisos. –No figura ninguna Iris, ¿no tendrá otro nombre?–. –Samsara–. –Tampoco–. –Permíteme averiguo–. Llamé al Hotel Dan Carlton y pregunté por Diany, no recordaba el apellido. Me respondieron que allí no había ninguna Diany. Claro, si era el nombre ficticio de mi novela. Tampoco con las aerolíneas tuve éxito.
Al llegar a casa, en la noche, llamé a mi amigo Ignacio Barraquer para encomendarle a la joven paciente de mañana, y decirle que pasaría a darle un saludo. Me pidió el nombre para agendarlo y buscar en el turno de compromisos. –No figura ninguna Iris, ¿no tendrá otro nombre?–. –Samsara–. –Tampoco–. –Permíteme averiguo–. Llamé al Hotel Dan Carlton y pregunté por Diany, no recordaba el apellido. Me respondieron que allí no había ninguna Diany. Claro, si era el nombre ficticio de mi novela. Tampoco con las aerolíneas tuve éxito.
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No demoran en llegar mi mujer y mis hijos. Tendré que decirles que saqué cinco millones de pesos para comprar sus regalos de Navidad, pero que no sé dónde los puse. Que llevo tres horas buscándolos. Como ya me ha pasado en otra oportunidad, tendrán que creerme.
No demoran en llegar mi mujer y mis hijos. Tendré que decirles que saqué cinco millones de pesos para comprar sus regalos de Navidad, pero que no sé dónde los puse. Que llevo tres horas buscándolos. Como ya me ha pasado en otra oportunidad, tendrán que creerme.
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En cuanto a las gringas, supongo que no esperaron que pudiera conseguirles los otros cinco millones. Quizás no resistieron el choque emocional en la desgarradora casualidad del encuentro. O a lo mejor Samara recuperó la vista súbito cuando Diany le dijo que había besado al papá, así pasa en los somatismos. Tal vez en este momento estén abordando el avión de regreso, mi sufrida examante y nuestra preciosa hija desventurada. Cuando vaya a New York iré a visitarlas. Por ahora mi problema es dónde dejé el hijueputa libro de Nietzsche.
En cuanto a las gringas, supongo que no esperaron que pudiera conseguirles los otros cinco millones. Quizás no resistieron el choque emocional en la desgarradora casualidad del encuentro. O a lo mejor Samara recuperó la vista súbito cuando Diany le dijo que había besado al papá, así pasa en los somatismos. Tal vez en este momento estén abordando el avión de regreso, mi sufrida examante y nuestra preciosa hija desventurada. Cuando vaya a New York iré a visitarlas. Por ahora mi problema es dónde dejé el hijueputa libro de Nietzsche.
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La primera parte, de tres, de este cuento se publicó en El País, Cali, Dic. 22, 2009.
http://www.elpais.com.co/historico/dic222009/OPN/opi2.html
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La primera parte, de tres, de este cuento se publicó en El País, Cali, Dic. 22, 2009.
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En formato Scribd
Alzheimer en Navidad. Por Jotamario Arbeláez. Cuento
http://www.scribd.com/doc/24606886/Alzheimer-en-Navidad-Por-Jotamario-Arbelaez-Cuento
en NTC ... Ediciones virtuales: http://www.scribd.com/NTCGRA
Alzheimer en Navidad. Por Jotamario Arbeláez. Cuento
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Con autorización del autor, publica y difunde: NTC … Nos Topamos Con …
http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia, Dic. 23, 2009
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