miércoles, 16 de marzo de 2011

Poesía en el Valle del Cauca. Por Octavio Gamboa. 1986.

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http://ntcblog.blogspot.com/ , ntcgra@gmail.com Cali, Colombia.

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En construcción ...
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Poesía en el Valle del Cauca.
Prólogo y seleción de Octavio Gamboa.
Cali : Editorial Pacífico, 1986 242 p.

Agradecimientos: Esta obra tuvo su origen en una iniciativa que Octavio Gamboa presentó a la Corporación para la Cultura, como aporte a las celebraciones de los 450 años de Cali. Terminados los originales, la Asociación de Cultivadores de Caña de Azúcar de Colombia, Asocaña, aportó el dinero necesario para su edición. Hacemos reconocimiento expreso a la gestión del doctor Hernán Borrero Urrutia, Presidente de Asocaña, y una vez más le damos las gracias por ella.
Esta publicación se hace siendo Alcalde de Cali el Dr. Vicente Borrero Restrepo y Director de la Corporación para la Cultura el Dr. Jorge Ernesto Holguín Beplat.
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Octavio Gamboa· 1986 Cali, Colombia
Impresión y Diagramación Editorial Pacífico Teléfono: 808911 . Cali
Fotografía: Fernell Franco
Diseño Carátula: Andreina Carvajal
Coordinación Editorial: Corporación para la Cultura: Ma. Isabel Caicedo.

Esta antología reúne 160 poemas de 26 poetas, incluye texto introductorio "La poesía del Valle del Cauca", en el cual se propone esta obra como una hermosa muestra de la producción poética de la región, se detiene en ciertos autores, haciendo apuntes acerca de estilo, temas, y por último se centra en la poesía del momento, a la cual cataloga de surrealista.
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Los poetas seleccionados son: Jorge Isaacs, Isaías Gamboa, Mateo Gamboa, Carlos Villafañe, Ricardo Nieto, Guillermo Velasco Borrero, Mario Carvajal, Gilberto Garrido, Antonio Llanos, Héctor Fabio Varela, Félix Rafán Gómez, Omar Carrejo, Octavio Gamboa , Carlos Hugo Gamboa, Germán Ángel Naranjo, Javier Tafur, Jotamario Arbeláez, Antonio Zibara *, Harold Alvarado Tenorio, Tomás Quintero, Rodrigo Escobar Holguín , Cecilia Balcázar de Bucher, Adolfo León Rengifo, Gloria Inés Palma, Orietta Lozano y Elvira Alejandra Quintero.
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Esta antología presenta algunas diferencias respecto a la publicada por el mismo autor en 1980: incluye a Octavio Gamboa , Carlos Hugo Gamboa, Antonio Zibara *, Javier Tafur, Tomás Quintero, Rodrigo Escobar Holguín, Adolfo León Rengifo, Orietta Lozano y Elvira Alejandra Quintero , y saca a Marco Fidel Chaves.
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* Poemas incluidos más adelante. Proximamente de otros de los poetas.

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Prólogo
Por Octavio Gamboa
( 1 ) (Imagen: solapa del libro)

La fe que le hace ver al monje joven los ángeles del Paraíso,
es inferior al poder del monje viejo que se los muestra.

Honoré de Balzac
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Eliminemos el orden cronológico para hablar de la poesía del Valle del Cauca. Tomemos esa venganza contra el tiempo que, como se dijo del demonio, todo lo añasca. Supongamos que en esta hermosa unidad geográfica el tiempo es el viento que viene, va, regresa, desaparece y vuelve a revivir en las palmeras. Hable­mos de lo que los poetas han sembrado con la ayuda del viento, de las semillas que han esparcido. Contemos cómo han abierto el pecho oscuro de la tierra y han sembrado en él su corazón. Des­cribamos los árboles que nacieron de ese episodio alegre y dolo­roso al mismo tiempo: ceibas gigantes, duros dindes, floridos guayacanes. Hablemos de lo que le ocurre al viento en la arboleda de la poesía, qué ramas mueve, qué frutos hace caer, qué aromas dispersa y qué impregnaciones se lleva. No busquemos leyes ni fenómenos constantes. No busquemos parecidos entre los poetas. No digamos que unos son románticos y otros modernos, ni hallemos diferencia alguna entre los novísimos y los barbados bisabuelos. La poesía, como la tarde, es "siempre la misma y siempre diferente".

Los poetas de todos los tiempos han tenido un único oficio: darle respuesta a cosas que nadie ha preguntado. En eso consiste la unidad de la poesía, la igualdad de todos los eslabones de su cadena de espinas y de flores. En este hermoso libro, el más bello que puede ofrecer una sola de las comarcas de la patria, veremos que el paisaje se vuelve melodía.
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ANTE EL MAR, DE ISAÍAS GAMBOA

Si a la tan repetida isla desierta tuviera que llevarme cuatro poemas escritos en el Valle del Cauca, ellos serían: "Ante el mar", de Isaías Gamboa; "Azul del hijo muerto" de Gilberto Garrido; "La vía dolorosa" de Carlos Villafañe; y "Si no fuera por tí" de Antonio Llanos. Esa sería la más excluyente antología de esta comarca apasionada, concreción de la música del río que la cruza, alma del viento que la embellece, quemada luz de sus atardeceres.

Isaías Gamboa escribió su poema "Ante el mar" en la isla de Trinidad, en las bocas del Orinoco. Era apenas un muchacho entonces y ya había recorrido un largo y doloroso camino, a través de las guerras civiles que empurpuraban los cielos inocentes de la patria. Había descendido por el río Meta como secretario del General Rafael Uribe Uribe, huyendo hacia Venezuela a buscar armas para una nueva revolución. Y tras la inmensidad del Orinoco, vino la confrontación violenta con la infinitud del mar. Los primeros versos parecen salidos de una conversación espontánea e involuntaria:

A mis ojos vacilantes, vagos, húmedos y tristes
que reflejan tus destellos áureos, lívidos y rojos ...


Pero el hombre que los portaba debió sentir la sacudida del firmamento, el fogonazo de la revelación, como los antiguos profetas. No en vano llevaba el nombre de uno de ellos. Y allá, en medio de la selva interminable, asomado a la orilla de la eternidad, Isaías Gamboa oyó la respuesta resonante del mar, y sintió sobre la piel su salina quemadura.

"Ante el mar" es un diálogo. La mitad del poema está formado por la palabra (unas veces rotunda, otras apacible) del mar. Entre el poeta y el mar hay una batalla de relámpagos. El poema es un rudo decálogo de imprecaciones. Un áspero enfrentamiento de misterios verticales y horizontales que tuvo por único testigo la espantada mudez de las estrellas.

"Ante el mar" es un curioso ejemplo de madurez poética escrito en un rapto de apasionada juventud. Entonces el poeta estaba más cerca de la intuición que de la ciencia. Y parodiando a Neruda, más cerca de la sangre que de la tinta. Sólo que era sangre de verdad, que no tenía nada que ver con la retórica, pues en ella se habla empapado su humilde guerrera de soldado. Sólo la inmensidad del océano era capaz de lavar tanta sangre, de enjugar tanta lágrima, de disolver tanto dolor. No fue un río sino un gran poeta el que entonces desembocó en ese extremo del Caribe, en esa isla de muerte, en ese rincón desolado del mundo.
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GILBERTO GARRIDO

A medida que pasan los años, aumenta mi admiración por la poesía de Gilberto Garrido. Cada vez que la releo, o que la repito de memoria al aire de la tarde, la encuentro más perfecta, más próxima a la belleza total, mínima y transparente como es el rocío, honda e iluminada como son las estrellas. Y en la misma medida en que pasan el tiempo y el viento, admiro más y recuerdo con más intensidad la figura del hombre que la escribió, ese gigante blanco, interminable, con dos relámpagos azules en los ojos y con una entraña llena de ternura. De su presencia trascendía una ruda fuerza varonil que nos recordaba a Sísifo y a Prometeo, porque sus hombros podían con todo el dolor y al mismo tiempo era como el vector entusiasta de la vida. Porque llevaba entre las manos la llamarada de la poesía.

Lo defino como el mayor de los poetas desconocidos de Colombia. Me duele que tan pocas personas lo hayan leído. Y considero que la falta de una edición nacional de su obra poética, es motivo de deshonra y de vergüenza para el país. La grandeza de Gilberto Garrido hay que medirla por el silencio que se hace en torno a su nombre, por el desconocimiento que se tiene de su obra y por la conmovedora ignorancia que suscita su poesía. Cuando verdaderos ríos de fraude literario salen de las imprentas de Colombia, la obra de uno de nuestros mayores líricos permanece en la oscuridad.
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Escribió una poesía misteriosa, porque vivió obsesionado por los confines del universo, por la angustia pascaliana del infinito. El vivía un poco en esos límites palpitantes y de allá traía sus recónditos hallazgos. No le importaba la aparente oscuridad de su escritura; también se puede tachar de oscuro al cielo estrellado. Su personalidad era tan fuerte, tan definida, tan extremada, que imponía argumentos absurdos, porque sabía que la poesía es, por definición, contraria a la lógica cotidiana.

Se dijo que su inteligencia producía a veces el corto circuito del genio. Era desconcertante su capacidad de penetración, su comentario lancinante, su original agudeza. Porque no venía de los libros ni de las universidades: venía del gran misterio de la selva, de la in trincada inclemencia de la vida. Parecía que en una mano trajera la tempestad y en la otra un manojo de espigas.

Un gran dolor, un inmenso dolor, la muerte de su hijo León, lo convirtió en un arroyo de lágrimas. Su poesía adquirió con los años la dimensión de ese dolor. Y para ese hijo ausente escribió algunos de los más hermosos versos que me ha sido dado leer en la vida.

Mi hijo se fue cuando
una brasa de mí le estaba ardiendo.
El se iba apagando
y en mí iba encendiendo
esta agonía de seguir viviendo.

Tenía personalidad suficiente para rimar una lira en gerundios. Y genio suficiente para hacerla tan grande como las de San Juan de la Cruz. El sabía que la música y la vida lo entendían, lo disculpaban y lo aplaudían. Le gustaba jugar con el idioma, como los viejos dioses jugaban con las nubes.

Tenía lo que los músicos llaman oído absoluto: la intuición analítica unida a la memoria prodigiosa. De allí la perfección formal de sus versos, que nacieron cristalinos como agua de peñasco. Era lógico ese producto, si venía de una roca inmensa: antes de salir a la luz, había pasado por todos los filtros subterráneos de la piedra. Su poesía, tras la muerte del hijo adquirió las calidades diáfanas de las lágrimas:

León mío, terrón
de mi barro. Dulcísima canción.
Cómo te oye subir mi corazón!
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CARLOS VILLAFAÑE
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Carlos Villafañe fue un gran poeta que vivió escondido tras un prosista insignificante. Era lógico que le pagaran ·por escribir en prosa, y de eso vivía. A muchos hombres, y en especial a los poetas, los aprecian por lo que no son; parece que la carga y la responsabilidad de la poesía son excesivas para el tipo de sociedad en que vivimos, y entonces es mejor que los poetas sean periodistas, catedráticos, contabilistas y hasta ingenieros civiles.

Para la antología de la prosa en el Valle del Cauca he revisado gran parte de la obra periodística de Carlos Villafañe y no he encontrado nada digno de reproducir. Con el seudónimo de Tic Tac llenó muchas cuartillas. Si antes hacía reír, hoy nos parece el suyo un humor inocente, que a duras penas provoca sonrisas de benevolencia. Nada hay tan efímero como el humor. Es preciso ser Rabelais o Cervantes para seguir haciendo reír después de cuatro siglos.

Por lo tanto, es necesario que las gentes del Valle del Cauca reconozcan (es decir, conozcan de nuevo) a Carlos Villafañe como uno de los poetas estelares de este Valle, este cielo y este río.

El mar llega en reposo a la ribera
en una paz desfalleciente, en una
llorosa extenuación, cual si lo hubiera
dormido el maleficio de la luna
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No deja sentir la dificultad, menos aún el artificio, del ritmo y la rima. No hace el menor esfuerzo por capturar imágenes en el aire, de esas que después aparecen muertas en las colecciones, atravesadas por un alfiler. Las ideas poéticas le llegan a la mano y de una vez vienen vestidas con las palabras que requieren para su completa comprensión: no les sobra fronda, no les falta ropaje.

Oh, mis horas románticas y solas
de rara sugestión en que quisiera
un alma de cristal como las olas
para morir llorando en la ribera!

Oh cabellera de ébano, partida
de un alba frente en el florido encanto
oh suave luz de lo que no se olvida,
hondo rumor de lo que se ama tanto.

La poesía requiere un excesivo refinamiento de los sentidos: hay que saber "oír", en la cabellera de una mujer, el rumor de lo que amamos. La poesía vive en las distantes fronteras de lo sutil, lo más lejos posible del lugar común, a millones de leguas de lo vulgar, de lo doméstico, de lo cotidiano.

Esto lo sabía muy bien Carlos Villafañe, un hombre sencillo y humilde, que atravesó la vida sin hacerse notar, confiado en la perduración de sus versos.

Si alguna fama alcanzó se la debió al soneto "La vía dolorosa", que es una obra de arte perfecta, sin duda el más bello que los lectores hallarán en este libro. Más que escribirlo, fue arrancado, sin anestesia, de la mitad del pecho. El gran dolor de la muerte de la amada fue expresado de manera plena en los catorce versos del soneto clásico, con sus once sílabas absolutas, sus rimas dóciles. Tiene la claridad redonda de una lágrima.


Yo mismo la enterré, yo mismo un día
cerré sus ojos a la luz terrena
y enjugué de su frente de azucena
el trágico sudor de la agonía.

Es un recuerdo blanco: todavía
la nombro en el silencio de mi pena.
Descanse en el Señor … si era tan buena!
duerma en mi corazón … si era tan mía!

Ojos y boca y manos ilusorias
todo bajo las sábanas mortuorias
quedó como una lámpara extinguida.

y yo de mi locura bajo el peso
dejéle el alma en el dolor de un beso
y a duras penas me quedó la vida!

Ese soneto prueba que la poesía está lejos del dramatismo, a pesar de estar sitiada por el dolor y el llanto. El poeta no se deja descomponer por la pena: mantiene el reto de la perfección, el camino recto hacia la belleza. Los románticos que se dejaron desmelenar hoy son ridículos. El torrente de lágrimas de Julio Flórez hoy nos hace reír. Esa amarga vertiente del dolor humano, sin la represa del buen gusto, hoy la utiliza el cine para provocar hilaridad. Bien dijo un fabricante de frases que la poesía es la dictadura de la inteligencia sobre la demagogia del corazón. Ejemplo de tan sabia expresión es el soneto de Carlos Villafañe.


Muchas referencias a Antonio Llanos se encuentran en este prólogo. Pero creo que no sobra recordar que el soneto de Villafañe vivió siempre muy cerca del autor de los sonetos perfectos de "Rosa Secreta".

Había un abismo entre Llanos y Villafañe. Pero ese abismo lo colmaba la poesía de "La vía dolorosa". Antonio lo repetía, lo sacaba a la calle, lo exponía al sol en los parques, lo dejaba ir en la corriente del río. No se cansaba de admirarlo, de darle vueltas, de proponer cambios siempre fallidos. Porque en ese soneto se entierra la belleza. En él vuelve a morir María. Es el atardecer definitivo, el despojo final, el que no produce raudales de llanto sino la cristalina dimensión de una lágrima. Deja toda una vida para llorar la muerte.

ANTONIO LLANOS.

Pocos años antes de perder la razón, Antonio Llanos escribió este poema, cuya belleza es una llamarada que me perturba:

Si no fuera por tí las cosas no tendrían
esa vaga ternura, esa luz de penumbra.
Si no fuera por tí, esta melancolía
de soñar y llorar no fuera la dulzura.

Si no fuera por tí, oh muerte!, tantas cosas
inadvertidas fueran.
Otorga tu silencio soledad a las rosas,
por tí los ojos míos en el lucero esperan.

Si no fuera por tí, qué triviales serían
el amor y las manos que se unen, amor.
Y qué triste también el sol de cada día
si en la tarde no hubiera muriente resplandor.

Si no fuera por tí el amor no tendría
tanta suave ternura, tan firme retener
de las cosas que amamos: nube, flor, poesía,
y este divino atardecer.


Anduve con él tantas veces a lo largo de la avenida que bordea el río, observando el atardecer, lamentando la muerte de la luz, y he repetido tantas veces ese poema, que siento que en sus versos está toda la poesía, toda mi poesía y que esas estrofas fueron escritas por el viento alienado del Valle del Cauca.

Antonio Llanos, el mayor de los poetas elegíacos de Colombia, encontraba en la muerte valores positivos en los últimos años de su vida. Señala cómo si no fuera por la muerte, el orden del mundo estaría trunco, alterado, inconcluso.

No se duele por la pérdida definitiva que ella representa, no se espanta de resbalar por su torvo declive. Sino que establece, como ley de la belleza, que el contraste de la nada es indispensable para la existencia de todo lo amado, nube, flor, poesía. Que las cosas adoradas son retenidas en nuestras manos por el temor de su acabamiento. Y que la hermosura de la luz es definida por un divino atardecer, por una tarde que él, místico católico, hallaba parecida a Dios.

Esa idea sobre la muerte es la culminación del enfrentamiento con el misterio que en la poesía castellana comenzó con don Jorge Manrique, siguió con don Francisco de Quevedo y voló hacia lo desconocido en las manos de San Juan de la Cruz. En este lado del océano la continuaron Rubén Daría y Gabriela Mistral, ambos espantados ante la muerte, desarmados ante ella como todos los hombres, pero creyendo superarla con las esperanzas trascendentes de la cultura judeo-cristiana. Ninguno tan creyente, tan encendido en su ardiente fe, como Antonio Llanos.

Siento que una inmensa línea melódica, empapada de lágrimas, llena de salina transparencia, culmina en ese poema de Antonio Llanos. Lo escribió en el borde de la locura. De una locura real, de esas que continúan en asilo psiquiátrico, muy distinta de esas locuras falsas, alimentadas con alucinógenos, que hoy tanto abundan para falsificar la poesía.

La idea cristiana de la muerte, afincada en Castilla y en toda Es­paña, en ese "país de teólogos armados", quijotesco y pedregoso, culmina aquí, en el Valle del Cauca, en esa comarca verde y apacible. Todo letrado que la ha admirado, se ha referido a esta llanura con dos palabras obligadas: geórgica e idílica. No lo fue así para Antonio Llanos.

Es cierto que él admiró la belleza, y que en su rojos atardeceres recordaba los sangrientos Cristos españoles; pero no para levitar hacia ellos, sino para "increparles su distancia", y para quejarse de estos cielos inocentes y azules que a él lo habían llevado a la angustia, a la desesperación, y a la alienación final.

Muy pocos años después de su muerte, Antonio Llanos tendría un continuador: Andrés Caicedo, un formidable escritor, que se angustió desde niño y se suicidó a los veinticinco años. Ambos lloraron, con el verso de Darío, "la pérdida del reino que estaba para mí". Ninguno de los dos pudo resistir el desquiciamiento universal que percibieron en el Valle del Cauca, en las calles de Cali, en las campanas de la tarde o de la aurora, en la dura belleza del paisaje que los agobiaba. Y en la sociedad antihumana que terminó destruyéndolos en el potro del tormento.

Antonio Llanos y Andrés Caicedo vieron el paisaje del Valle del Cauca como El Greco vio el de Toledo, con matices variables entre el gris y el negro. Tal vez hablaron de manera eventual de límpidos azules y rosados amaneceres. Pero su íntima verdad fue la oscuridad circundante, el principio opresivo e implacable de la muerte.

Antonio Llanos escribió la más bella poesía de esta que él mismo llamaba La Comarca de Dios. Por comprensible paradoja, el poeta que se fugó hacia el infinito fue el que más cerca llegó del corazón del hombre. Su poesía actuó como esas armas arrojadizas que regresan a la mano del que las lanza. A la mano de Antonio Llanos, después de la celeste cetrería, volvía goteando estrellas recién nacidas, trayendo verdades eternas y belleza absoluta, de esa que surge en la frontera misteriosa del infinito con la nada. Bien dijo alguien que su poesía era una lluvia inversa hacia Dios. En las grandes tempestades, a veces saltan rayos de la cima de las montañas hacia las nubes. Y es la luz de la tierra la que alumbra y enrojece la luna llena. La poesía es un fenómeno semejante, belleza que devolvemos hacia los abismos estrellados, parte de la ración de eternidad que recibimos.


RODRIGO ESCOBAR HOLGUÍN

Es una fortuna que la poesía no tenga nada que ver con la publicidad, o que, por lo menos, esté en relación inversa con respecto a ella. A veces los grandes poetas se pueden medir por el silencio que se hace en torno a ellos. Y los que no lo son, pero quieren parecerlo, por el alboroto publicitario que ellos mismos ayudan a crear. Por eso es muy grato conocer y descubrir una persona como Rodrigo Escobar Holguín, hermano y confidente del silencio. Y más grato aún presentarlo en público, por primera vez en las páginas de esta antología.

A veces es apenas una tímida acuarela

Tras la tarde de agosto cruza el viento.
Por el camino de los gualandayes,
sembrado todo de una alfombra lila,
pasean los amantes.

Parece una acuarela salida de las manos ancianas y sabias de Shi­Bai-Shi: dos o tres golpes de pincel con un solo color, tal como el viento la dibujaría.

Pero allí están los árboles, las flores en el suelo, y la pareja de enamorados. Más lo importante es que allí está dibujado el aire. Y ese aire es la poesía.

Otras veces se buscan las raíces mismas del ser, del amor y de los amantes que lo hacen posible:

Fragmentos del amor y del amante,
ardientes, temblorosos y dispersos
a través de miríadas de cuerpos,
apasionadamente se confunden,
buscando con violencia en cada encuentro
la cálida ilusión del ser entero.

Hermoso devenir del amor a través del tiempo, captado de modo tan bello con tan pocas palabras. El ser entero es apenas una ilusión fugaz, producida en el momento del encuentro. Antes y después de él, somos apenas mitades del ser: hermosa verdad bioló­gica que perturba la paz de la filosofía. Y además, excelsitud eterna del amor.

Otras veces Rodrigo Escobar Holguín se confunde con el silencio, la más honda de las entidades elementales, la que hace posible la música y la poesía:

Cuando no quede viento ni luz en tu ventana
y en las calles no escuches motores ni canciones,
cuando el silencio envuelva tu cuerpo como un ave
nocturna, no, no creas que solo es el silencio.

Pues nada queda en mí que no sea silencio:
silencio soy, silencio fuí, sigo siendo silencio.
Nada soy ya, sino silencio que te sigue.

En estos tres brevísimos poemas, que he tomado al azar entre medio centenar, está completa la esencia de la poesía de Rodrigo Escobar Holguín. Y en la docena de poemas suyos que he escogido para hacer parte de esta antología, culmina la escritura de los poetas que en el Valle del Cauca están vivos en 1986, cuando Cali cumple 450 años. Sin duda alguna Rodrigo Escobar Holguín es el mayor de todos ellos. Para quien escribe estas líneas, es un honor presentado y dar testimonio de tan afortunado descubrimiento.

Él llega a la poesía con la seguridad de un maestro, como si hubiera trabajado con ella durante una larga vida. No fue ligera ni vana la comparación que hice entre él y el noble anciano chino. Antes de escribir la primera línea de un poema, todo lo sobrante ha sido previamente eliminado: la hermosa fronda, el tallo elegante, la flor embaidora, la pulpa deliciosa. Porque se trata de entregar tan solo la semilla, aquella parte de la vida que tiene asegurada la perduración. Ese es el milagro que sale de las manos de Rodrigo Escobar Holguín.

Es difícil rastrear los orígenes de su poesía. Avanzo la hipótesis de pausadas lecturas de Pedro Salinas, pero nada más. No puedo decir que se parezcan. Pero sí tienen en común el anhelo, la aspiración hacia un lirismo puro, ontológico, desnudo, enfrentado inerme sobre toda tentación mundana y ostentosa.

Y es una poesía muy propia del Valle del Cauca. No es un resultado de los trabajos anteriores. Como el viento, no tiene antecedentes. Pero es el mismo aire que se mueve. El aire de la Casa de la Sierra, que incluye los aromas del jardín. El aire impar de los azules de Antonio Llanos y Gilberto Garrido. El aire que rodea las ceibas a las seis de la tarde, en Cali, donde empieza el paraíso.


LA POESÍA QUE SE ESCRIBE HOY (1986)

En este libro se le da una acogida amplia a la poesía que se escribe en el Valle del Cauca en nuestros días, cuando Cali cumple sus 450 años. En general es poesía de gente joven, y contra ella hay la ya tradicional resistencia entre la gente mayor. El argumento principal es que no se entiende, y sobre esto vale la pena hacer algunas consideraciones.

Cuando Beethoven difundió entre los instrumentistas su cuarteto No. 7, el primero de los Razumovsky, se creyó que era una chanza, producto del humor negro atribuido al compositor, y dijeron que no se podía tocar. Lo mismo dijo el famoso violinista a quien Chaicovsky dedicó su concierto para ese instrumento. En ambos casos, la partitura no se entendía. Hoy esas afirmaciones producen asombro.

Cuando Rubén Darío publicó a fines del siglo pasado, su famoso "Responso", alguien comentó que en el verso "que púberes canéforas te ofrenden el acanto" la única que había entendido era la palabra "que". Y cuando yo era niño, había una poesía que no se entendía: la de Piedra y Cielo. Eduardo Carranza, que hoy es diáfano para todo lector avezado, entonces era de una oscuridad impenetrable. Lo mismo se decía en Cali de Antonio Llanos y de Gilberto Garrido. Hoy se repite la misma afirmación de los poetas jóvenes, muchos de los cuales nos honran con sus poemas en este libro.

Lo que ocurre, en primer lugar, es que la diferencia entre las inteligencias hace muy aleatorios los juicios sobre la claridad, como lo observó Paul Valéry. Cuando alguien dice que no entiende una escultura, un cuadro, un poema, porque son oscuros, se está acusando a sí mismo de falta de claridad, de información, de conocimientos y de experiencia.

Por eso los poemas de los poetas jóvenes de Cali y del Valle del Cauca, que hoy pueden parecer confusos, mañana serán transparentes. No porque los poemas en sí hayan cambiado, como es obvio que no ocurrirá, sino porque la capacidad de los lectores habrá mejorado.

Para darle algún nombre, digamos que la mayor parte de la poesía que hoy se escribe es surrealista. Como los sueños, está por encima de la realidad. Se distancia de ésta porque tiene una lógica que, antes de Freud, podría parecer absurda. Hoy ya no lo es. La penetración que ha hecho el psicoanálisis en las motivaciones humanas, convirtió en diáfano lo que antes era confuso. Una sucesión en apariencia irracional de conceptos, de ideas, de palabras, se acerca de modo muy estrecho a la asociación libre del psicoanálisis, y con un poco de experiencia se puede descubrir el hilo conductor, hasta deja r en claro la fantasía inconsciente que el autor elaboró.

Las cosas se complican cuando aparece el fraude. Porque no vale la pena hacer trabajo alguno de análisis sobre un poema hecho por algún monedero falso. Es una fortuna que el hombre tenga la intuición de la verdad, y que de manera rápida y segura el orifíce descarte el similar. Pero las cosas se complican más aún cuando aparece el fraude inteligente, ayudado por la publicidad v cómplice del comercio de nuestros días. Entonces vastos núcleos sociales comienzan a creer en la genialidad de los farsantes, y esa creencia no la destruye sino el tiempo. Es lógico que se necesiten muchos años para que los colombianos destruyan los dos o tres ídolos de barro talentosos que andan por allí. Por fortuna, ninguno de ellos es vallecaucano.

Hechas estas aclaraciones, tal vez un poco farragosas y además inútiles para la mayoría de los lectores, pasemos a ocupamos de la poesía que se escribe en el Cali de hoy, muy bien representada por dos mujeres jóvenes que a más de la vocación tienen el talento: Orietta Lozano y Elvira Alejandra Quintero.

Tanto Elvira y Orietta como todos los poetas jóvenes que hoy escriben en el Valle del Cauca, se han rebelado contra los valores tradicionales de la escritura lírica. Si así ha ocurrido con la juventud de todas las épocas de la historia, con mayor razón en ésta, la más injusta y oprobiosa, la que más daño le causa al hombre, la primera que ha puesto al borde del precipicio de la destrucción no solo a la especie humana misma sino a las demás formas de la vida. Ante este próximo holocausto general es comprensible toda forma de rebelión, y en primer lugar la de los poetas, que está en el origen de la biología, porque son ellos los que van adelante oteando los peligros, descubriendo los redondos ojos de los huracanes.

En cierta forma, la poesía de los jóvenes la hicimos nosotros, los mayores; es el resultado de la injusticia que dejamos como legado. Y es lógico que cuando ellos alzan contra el cielo los puños insurrectos, los están levantando contra nosotros, los que alguna vez portamos la antorcha que hoy les quema las manos. No les dejamos ninguna misión fácil en esta sociedad consolidada con el mortero de la desesperación.

Si les dejamos la oscuridad como única herencia, no podemos quejamos de que sean oscuros, como no podemos criticar el pigmento que nuestros hijos tengan en la piel. Lo que debemos hacer es penetrar en su oscuridad, ya que, después de Freud, tenemos todos los elementos para hacerla. Bajemos de nuestra dudosa conciencia a su cristalina subconciencia y habremos hecho una jornada más en el camino hacia la belleza. Entonces podemos repetir el último verso del Infierno: "E doppo uscimo a riveder le stelle" *, porque al final del túnel que los jóvenes poetas están abriendo, hallaremos toda la luz.

Octavio Gamboa.
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* NoTiCa de NTC (Marzo 17, 2011)

...

Mi guía y yo por esa oculta senda
fuimos para volver al claro mundo;
y sin preocupación de descansar,

subimos, él primero y yo después,
hasta que nos dejó mirar el cielo
un agujero, por el cual
salimos
a contemplar de nuevo las estrellas.

http://www.ciudadseva.com/textos/poesia/ita/dante/dc1.htm

E quindi uscimmo a riveder le stelle.
http://www.tsoules.com/Dante/Concordance/

d'un ruscelletto che quivi discende
per la buca d'un sasso, ch'elli ha roso,
col corso ch'elli avvolge, e poco pende.

Lo duca e io per quel cammino ascoso
intrammo a ritornar nel chiaro mondo;
e sanza cura aver d'alcun riposo,

salimmo sù, el primo e io secondo,
tanto ch'i' vidi de le cose belle
che porta 'l ciel, per un pertugio tondo.

E quindi uscimmo a riveder le stelle.

++++

ANTONIO ZIBARA en
Poesía del Valle del Cauca. Cali, Editorial Pacífico, 1986. 242 p.
Prólogo y selección de Octavio Gamboa.
En este libro se incluyeron poemas de
ANTONIO ZIBARA. Pag. 179 a 183.
Escaneó y difunde NTC ... (Marzo 15, 2011)

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POEMAS

EL HIJO

En aquel entonces pensabas.
"Una vez apurado el bebedizo del Amor,
son nueve las transfiguraciones de la noche
que estampa un universo en la cintura"

Despiadada presencia,
malograda forma de sentir la luz
en el marco gris de la ventana,
extraña manera de poblar el ángulo
comprometido del paisaje,
de alzar la voz,
abastecer su sombra junto al manantial,
la edad del viento en el océano,
columnas del sabio,
pirámides del muerto.

Un más allá ...
que narre en entredicho,
el fondo de alguna superficie.

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CIUDAD DE LOS AUSENTES

En esta ciudad de pocos augurios
nadie entiende de pasos:
se vive de artificios,
tercas ambiciones.

Los paraguas deslizan gotas de sol
sobre huellas recientes,
flores enterradas.

Multitud solitaria en el tren de las calles,
en el teatro en el transporte en la oficina,
en el suelo legendario de las casas.

Hacia donde se dirige esta interminable
caravana de vanos esfuerzos,
locos sacrificios?

No se va a ninguna parte,
el dolor siempre estuvo en este sitio,
(hemos fanatizado su imperio)
el aire está quieto en el aire,
los cuerpos arden en la alta ceniza,
tiran hacia abajo,
se prestan a la Nada.

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LA SORTIJA

Ese lugar que pisas
pudo haber sido un cementerio.

La verdad es que no lo sé.

Pero cómo saberlo?

Cuando la vida simplemente transcurre
en todas partes,
aquí mismo, rueda,
se escucha venir en forma compacta,
entre aceitadas piezas de relojería,
flores de artificio
y constantes saumerios.

Para quien no conoce,
para quien (acaba de llegar)
existe la duda:
el rostro -aquél-, (desvaneciéndose)
lentamente en el humo,
la pureza del aire cercenando la piel
en las esquinas,
lamiendo luz en los cristales,
polvo en las rendijas,
oscuro debatir de espadas en la fuente
donde beben los insectos
y el barco de papel naufraga
con un rostro desnudo en la candela.

También para Usted que vagamente recuerda
haber permanecido en este lugar.

Antonio Zibara.

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Escaneó, publica y difunde: NTC … * Nos Topamos Con …, (Año 11), http://ntcblog.blogspot.com/ *, ntcgra@gmail.com . Cali, Colombia. * Actualizado a Marzo 17, 2011
Publicado en: Poesía en el Valle del Cauca. Por Octavio Gamboa. 1986.http://literaturaenelvalle.blogspot.com/2011_03_16_archive.html

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Actualizó : NTC … / gra. Marzo 17, 2011. 10:56.
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